jueves, 11 de julio de 2013

A un gran niño

 
Eladio con sus vecinos haciendo lo que tanto le gustaba.

Eladio puede parecer un nombre serio por lo que le llamábamos cariñosamente Eladito. A mi vecino le pegaba más ese apelativo porque conservó siempre su inocencia intacta. Aunque tenía la edad de mi padre era más como yo, un niño. Nunca decía sus años y, si se le preguntaban, respondía incansablemente: «Treinta y joven, treinta y joven».

Algo que no funcionaba bien en su mente le impedía madurar como al resto de personas. Cuando yo lo conocí ya era un niño con forma de hombre. Nunca olvidaré, y me consta que tampoco lo harán mis hermanos, sus ojos azules claros como la sinceridad. Su mirada era la más limpia que he visto en mi vida en un hombre de su talla y me sorprendía que te observaba como lo hacen los bebés.

Su madre le enseñó a leer y a escribir de forma mecánica al igual que hacía cuando repetía los poemas que aprendió de memoria. Él recitaba automáticamente toda la serie de versos con sólo decirle las primeras palabras:

- A un árbol...
- ...una piedra tiró un muchacho y una pera exquisita soltole el árbol- decía él.

Todas tenían su moraleja y, cuando acababa, podía seguir perfectamente hablando de otra cosa, como si nada.

Yo no lo sabía hasta que lo vi un día a la puerta de la residencia en la que pasó sus últimos años, pero a mi manera lo quería. En aquella ocasión me paré a su lado y él me miró como a una desconocida. No me dijo el «perlica» con el que solía llamarme cariñosamente cuando me tenía tomada años atrás, ni sonrió. Cuando me despedía creo que un poco de luz de reconocimiento iluminó sus ojos y con eso me quedo. Ahora comprendo que él para mí no había cambiado, sólo envejecido y yo en cambio ya no era la niña que escuchaba sus historias.

Cuando lo recuerdo me conmueve que la gente no tuviera compasión por él. Llegó en muchas ocasiones a nuestra casa, su refugio en la parte alta del pueblo, lleno de tierra y de ira porque los chiquillos lo insultaban y le tiraban piedras. Nunca entendí que alguien pudiera hacerle daño porque no se metía con nadie. Nosotros lo calmábamos como bien sabíamos, pero lo que realmente me hubiera gustado era quitarle ese dolor.

Sus aficiones eran tocar la armónica, que siempre llevaba en el bolsillo de su americana (¡un niño con americana!), imitar animales, tocar el tambor... Pero una de mis preferidas era cuando interpretaba el gesto y la postura de las figuras de los pasos que procesionaban en Semana Santa. Le decías entonces «el Cristo de los Azotes» y él se quedaba un rato como en éxtasis, con la misma cara de pena y la posición del cuerpo.

Tenía un miedo espantoso a la muerte y cuando se le nombraba su cara mostraba terror. Los críos del pueblo lo sabían y le decían: "Eladito, la caja y la corona". Él huía despavorido gritando y haciendo la señal de la cruz con los dedos.
 
Me dice mi madre que siempre creyó en los Reyes Magos y que le encantaban los juguetes. Al escuchar esto me ha dado mucha ternura y, si cabe, lo todo comprendo más. Se quedó con lo mejor de la infancia: era muy listo.

Eladio era de esas personas que han pasado por aquí como de puntillas porque nunca pudo entrar en el mundo de las personas adultas y creemos que así no se puede dejar huella. Muchos de nosotros perdemos a nuestro niño tan pronto que, desgraciadamente, aunque dejamos grandes huellas, descuidamos los pequeños detalles y nuestros ojos en vez de mirar juzgan, algo que él nunca hizo.
 
 
 
Dedicatoria:
 
Eladio fue alguien que estuvo presente en mi infancia y me apetecía hacerle este pequeño homenaje. En parte yo también soy él, como todos los que han transitado por mi camino. Gracias por ser como eras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario