jueves, 29 de diciembre de 2011

Cambios

Todos los cambios, incluso los más deseados, nos traquetean y nos hacen perder la orientación porque no suelen venir con brújula y mucho menos con paracaídas. La nube de polvo que levantamos en el aterrizaje tampoco deja impasible a los que nos rodean que nos ven llegar entre la bruma y no nos reconocen. Es más, muchas veces, ha habido incluso reclamaciones a la compañía aérea porque dicen que la persona que tienen delante vuelve con serios problemas estructurales y tiene poco que ver con la que ellos recuerdan. "Así no la queremos, no nos va bien en el puzzle de nuestra vida familiar. Si ella toma otra forma, nosotros también tendremos que cambiar la nuestra y ¡es tan cómodo que todo encaje!"

Son los riesgos que se corren cuando uno viaja y descubre nuevas sendas. En muchas ocasiones, cuando se emprende ese camino, hay un antes y un después y, las menos de las veces, nos quedamos con el después por miedo a romper moldes.

Pero tranquilos que las compañías aéreas no hacen nunca caso de las reclamaciones y a nuestros seres queridos no les queda otra que aceptarnos con nuestros nuevos hábitos, gustos y compañías. Es eso o perdernos y claro, aunque se nos critique y se nos pida que volvamos a nuestro estado anterior de sobra saben que no va a colar. Resulta que entonces un paso atrás sería tan complicado como volver a convertir una mariposa en oruga después de haber pasado por la crisálida. Es evidente que ya no cabe en el hueco y que haría falta cortarle las alas que, una vez desplagadas, se hacen más fuertes de lo que puede parecer a simple vista. Aseguran quienes las han probado que volar con ellas resulta una experiencia iniciática difícil de olvidar. ¿Por qué no disfrutarlas y mostrarle a los demás que no es tan raro ni malo tenerlas?.
Maripolola por Lolation http://www.flickr.com/ //cc by-nc-nd/2.0/

jueves, 8 de diciembre de 2011

Una mujer

Microrrelato

La mujer que llora. Picasso 1936
Aquella noche había bebido demasiado. De vuelta a casa los pies le pesaban como losas y sus movimientos hacía rato que habían dejado de ser gráciles. Mientras subía las escaleras de su apartamento de Nueva York, la princesa se convirtió en cenicienta de nuevo. Al abrir la puerta y verse reflejada en el espejo de la entrada se le vino el mundo encima. Su rostro ya no era el de la jovencita de hace años, ni su cuerpo lucía tan bien ese vestido ajustado que marcaba ahora líneas que antes no existían. De repente se sintió ridícula, ¡cómo podía ser tan ilusa una y otra vez! En el fondo sabía que, aunque ella se veía igual que hace años, había dejado de ser la mujer que llamaba la atención a su paso. En su mente sus aventuras amorosas se encadenaban unas con otras y, al mezclarse, le provocaban un sabor agridulce que le des/agradaba. Era duro para ella notar que las miradas de los hombres se dirigían ahora a otras y que para ellos había empezado a ser simplemente la confidente de sus deslices.

Ya en su habitación, acompañada tan sólo por el alcohol que se negaba a esfumarse, rompió a llorar mientras dejaba caer al suelo aquel maldito vestido constrictor. Lloró y, conforme lo hacía, le venían sin cesar imágenes de la velada en las que se veía a sí misma desde arriba, como con una cámara cenital. ¡Se encontraba tan patética riendo, bailando y aparentando ser el centro de la fiesta! 

De aquella noche quedaron dos testigos mudos: el rímel a modo de graffiti en las sábanas y cierto olor a tristeza en su mirada.


domingo, 4 de diciembre de 2011

Dos en uno

 Microrrelato


De repente la casa se llenó de pañales, de chupetes, de noches sin dormir. Esos dos niños gemelos lo coparon todo y a todos: padres, abuelos, titos. 

Los primeros días sus padres fueron muy cautelosos con las pulseras que los diferenciaban, con poner a cada uno en su cuna a cada lado de la cama, pero las noches en blanco y el cansancio enturbiaron las ideas. Poco a poco las reglas se relajaron y, aunque nadie se atrevía a decirlo, llegada la navidad, no se sabía a ciencia cierta quién era quién. En los bebés todo era igual y ni el mismísimo instinto maternal en persona hubiera sido capaz de encontrar algún detalle, alguna señal que marcara la diferencia. Así las cosas y en una época en que la prueba de ADN ni siquiera llegaba a ser ciencia-ficción, nuestros protagonistas empezaron a confundirse entre ellos. Tan pronto los llamaban de un modo como de otro y, para más inri, sus padres se empeñaban en vestirlos del mismo modo, en que les gustara e hicieran lo mismo. No hubo nadie con la suficiente claridad de ideas que tomara las riendas y acabara con este embrollo tragicómico de una vez por todas. Las consecuencias de esta indecisión fueron devastadoras. Llegó un momento en que los niños perdieron su identidad e incluso llamaban al otro con su propio nombre. Al no saber si estaban en lo cierto se miraban perplejos y reían desconsoladamente. Era como si en realidad se tratara de un solo niño con un nombre compuesto, pues ambos respondían insdistintamente a cualquiera de ellos. En el colegio daba igual que los pusieran en clases separadas porque los profesores, incapaces de distinguirlos, nunca estaban seguros de tener delante al que venía en la lista de principio de curso con su foto en blanco y negro y todo.

Los años pasaron y, si queréis que os sea sincero, a estas alturas de mi vida, aún no estoy seguro de ser el gemelo que creo que soy o simplemente el que me han dicho que sea. ¿No os pasa eso a todos un poco de vez en cuando?