Recuerda la mañana sumida
en un sueño pegajoso que le impedía reconocer sus ideas. Abrir los
ojos era algo que ni se planteaba y prefería seguir rezongando en la
cama, mascullando pensamientos inconexos para buscarles un sitio en
el día que empezaba. La Provenza con su color lila le hacía soñar
con vidas que no eran suyas pero que podía dirigir acurrucada en la
cama.
Había llegado allí
huyendo de sí misma y aún no quería reconocer que la distancia no
podía separarla de su propio centro. Sola, buscaba la compañía de
unos fantasmas que se empeñaban en hacerle daño y no quería
sufrir. ¡Ya había estado bien, iba sobrada!
Este viaje fue iniciático
para ella porque nunca había estado sola y no había aprendido a
escucharse. Sumida siempre en el bullicio que provoca la gente que le
rodeaba, llegó a pensar que los tiempos de soledad eran aburridos.
Simples transiciones para llegar a un acto nuevo en una obra de
teatro en la que ni siquiera era protagonista.
Esa mañana empezó a oír
una voz que no sabía muy bien de dónde procedía. Era cálida y a
la vez apagada como la de una niña que, después de intentarlo
repetidas veces, sabe que no le van a hacer caso pero se guarda el
derecho al pataleo. Le decía: “Escúchame y te escucharás, soy yo
y soy tú”. “Los ansiolíticos” pensó y se dio la vuelta en
la cama. A pesar de que su acción hacía tiempo que había pasado, sentía
aún su efecto placebo. De todas formas sonrió al oír a alguien tan
desvalido como ella. Si tenía una voz, no podía ser muy diferente
de aquélla. Pero ella nunca se había parado a mirarse en el espejo
y ver así lo que llevaba dentro, impreso en la mirada y en el
corazón. De alguna manera sabía que esa voz había estado ahí
desde siempre y ella la había acallado por miedo a no comprenderla o
a que no le gustara lo que encontrara.
Pero esa mañana de
primavera allí estaba acompañada de una sensación diferente que le
hacía cosquillas en el estómago. Inexplicablemente se encontraba
mejor. Era como uno de esos (re)encuentros fortuitos con alguien que
te cae bien. En ellos muchas veces no sabes muy bien lo que decir
pero luchas con todas las argucias posibles para que no acabe:
balbuceas preguntas, cuentas anécdotas o planeas encuentros
futuros...
“¿Estás ahí, mi niña?”
le dijo y la voz le contestó: “No puedo no estar. Mira a través
de mis ojos y verás como yo, no como te han dicho que veas”.
Entonces abrió los ojos
por fin y descubrió la luz del sol que entraba tímidamente en la
habitación acompañada de la brisa de la campiña francesa, mezcla
de lavanda y vida. Por primera vez después de muchos meses sonrió
desde el corazón y se sintió un poco más fuerte y segura y dijo
mientras se desperezaba: “Buenos días vida, buenos días yo”.