lunes, 29 de abril de 2019

Presiento que la noche ha acabado, no veo la luz del alba todavía y sin embargo escucho que el sol se va acercando. Es un murmullo tan solo, casi imperceptible. No todos pueden oírlo. Es como el roce de los dedos en las hojas recién nacidas de los árboles. Las quieres tocar y a la vez te da miedo dañarlas en su ternura. La noche ha sido larga, muy larga, ya no me acuerdo ni cuándo empezó. He caminado por ella a ciegas, con la esperanza de avanzar hacia una salida. Tal vez hay más de una pero de momento no doy con ella. En esta ceguera no logro ver más allá de mí misma y a veces paso por alto lo que me rodea. Hago esfuerzos por estar. Abro y cierro los ojos en un intento de aclarar la vista pero no logro centrar la mirada. El oído parece también haberse perdido entre tanta oscuridad. Me escucho y al mismo tiempo deseo percibir lo que ocurre en el exterior. Aunque muchas veces lo consigo, en algunas ocasiones tan solo percibo un blablablá imposible de traducir.

La posibilidad de que la noche acabe me llena de luz por dentro, se me ilumina la cara y el alma. Si me pudiera ver tal y como estoy en un espejo empezaría a creer que es posible. 
El tiempo se ha parado en una noche que no deja pasar a través de ella ni un segundo porque no quiere acabarse. Se resiste, va hacia atrás a veces y me deja exhausta, remando en sus aguas oscuras y espesas.
Aun así me mantengo a flote, haciendo el muerto a ratos para no pensar ni tener que moverme.

El sol se acerca, lo sé, siempre lo hace desde la noche de los tiempos, ¿por qué habría de abandonarme a mí a la deriva? Me refugio en un rincón y escucho la música que me hace sentirlo dentro y que a modo de invocación lo traerá. Me viene una canción infantil catalana: "Sol, solet, vinc'm a veure, vinc'm a veure..." Y como una niña en el patio del cole, espero que suene la campana de la salida para volver a casa.