La
luz del día compensa su ausencia durante la noche. Ahora aprovecha
para regarlo todo, haciéndolo real.
Poco
a poco se abre la puerta del cielo y empieza a entrar en el mundo con
sigilo, como si tuvieras los ojos entreabiertos y no lograras ver con
nitidez. Es tan sutil que aún no sabes si ha acabado la noche o si
es tu deseo de que así sea. Vuelves a cerrar los ojos para dejarle
tiempo, para hacerte la dormida y que se confíe y renazca sin ser
observada.
Ahora,
a pesar de su timidez, se ha decidido a conquistar cada recoveco
oculto como si fuera nuevo. Vuelves a cerrar los ojos y anochece. Lo
puedes hacer tantas veces lo desees, una, dos, cinco, mil. A la luz
del día no le importa que la ignores. Sigue ahí permitiéndote ver
sin verla. A la luz del día le daría igual que la mañana quisiera
ser noche. Ella es y está por encima de nuestros deseos. No le
preocupa la noche como a ti, como a nosotros que dormimos apretados
en nuestra guarida añorando y detestando su llegada.
La
luz del amanecer toca tu cuerpo y yo no puedo dejar de mirarlo. Ahora no
quiero cerrar los ojos, espero que tú los abras para que empiece sin
ninguna duda el día. En el horizonte de tus ojos comienza el mundo. Allí
y no en otro sitio.