domingo, 19 de junio de 2011

Yes, you can

Hace un par de meses, en unos de esos momentos de lucidez, me asaltó de repente esta idea: dedicamos muchísimo tiempo de nuestras vidas a pensar exactamente lo mismo. Es una especie de ritual que nos da una "falsa" seguridad, como esas rutinas que les creamos a los bebés, para que todo sea previsible y encaje. Es decir, ante los mismos estímulos, las mismas respuestas. Si observamos nuestra lista de pensamientos mañaneros, por ejemplo, podemos ver que la variedad no es lo que más abunda. Normalmente nos proyectamos en el futuro inmediato y, mientras nos duchamos o desayunamos, nuestra mente se recrea en lo que hipotéticamente nos va a pasar en vez de deleitarnos y saborear lo que nos rodea. ¿Cuántos días aparecemos en el trabajo sin recordar lo que nos ha pasado en el recorrido? En esos trayectos con teletransporte incluido es como si nos hubieran llevado con los ojos vendados. Llegamos gracias a ese GPS interno que en momentos así, afortunadamente, todos tenemos incorporado de serie.

Hemos grabado a fuego nuestro cerebro pasando machaconamente por los mismos circuitos. Me recuerda esto a los antiguos discos de vinilo que eran imposibles de regrabar porque las hendiduras que recorría la aguja estaban premarcadas. Debías entonces conformarte con escuchar siempre lo mismo, te gustara o no, incluso, si se pasaba de moda, el cantante en cuestión no alteraba en nada su repertorio. Pero quedarme con esta comparación sería muy derrotista y para colmo no respondería en absoluto a la realidad ni a las posibilidades que nos brinda nuestro cerebro. Las últimas investigaciones están demostrando que las neuronas siempre siguen abiertas a nuevas sinapsis, a nuevos aprendizajes, así pues, tengamos la edad que tengamos las podemos ejercitar. Nuestra mente es flexible y dinámica de tal forma que lo que hemos grabado en ella se puede variar, si queremos. A veces, un buen "reseteo" en algunos archivos que están forzando el sistema a pensar cosas negativas no nos vendría nada mal. Si en un momento determinado de nuestra historia personal fuimos capaces de crear los enlaces que nos hacen tener pensamientos negativos ante determinados estímulos, ¿por qué no vamos a poder reformular lo que nos llega para poder ver la realidad con todos sus colores y no siempre tamizada con los mismos filtros distorsionadores aprendidos? 

Si somos conscientes de la plasticidad de nuestro cerebro, no podemos hacer otra cosa que sonreír y aprender a manejarla. El dejarse ir, el hacer las cosas porque siempre se han hecho así, el decir y pensar lo mismo una y otra vez son una opción, pero ¿quién quiere un disco de vinilo pudiendo contar con un CD regrabable?

martes, 14 de junio de 2011

Piérdete en la red

Información hasta en la sopa
Cuanto más pienso en todo lo que hay para leer en libros, revistas e internet, más increíble me parece que ahora estés dedicando un poco de tu tiempo a la lectura de este blog. Todo está tan diversificado que la capacidad de elección a veces se queda bloqueada por no saber qué carta escoger. La información que nos desborda nos hace vernos pequeños ante esa infinidad de posibilidades abrumadora a la vez que dueños de nuestras decisiones. Digamos que ya no tenemos que ir todos por el mismo sitio y que incluso podemos crear nuestro propio espacio en la red para colgar lo que nos venga en gana y compartirlo (o no). Se ha llegado a la máxima especialización, al más mínimo detalle y en algunas ocasiones resulta complicado encontrar lo que quieres. A todos nos ha pasado que de repente llegamos a sitios y no sabemos qué idea o página nos ha conducido hasta allí. En momentos así te sientes como si un Ali Babá cualquiera hubiera dicho la palabra mágica que te permitiera acceder a su guarida por arte de birlibirloque. Navegar por el ciberespacio es tan variable y voluble como nuestro pensamiento, una cosa te lleva a la otra, en una relación de ideas erráticas que pierde el hilo a menos que te descuides o te pares a mirar. Lo maravilloso de estos paseos sin brújula es que te sientes como un explorador de los de antes, de ésos que se iban a descubrir las Américas sin mapa y con toda la capadidad de sorpresa intacta.

Cuando has recorrido un camino en la red y has encontrado eso que buscabas (o tal vez no, pero que por lo que sea te ha gustado), lo mejor es marcar la ruta de acceso con miguitas de pan como en el cuento por miedo a perderla. Como solemos desconfíar de nuestra memoria ante esas direcciones complicadas, pues creemos que no nos dan las neuronas para tanto, cogemos y las guardamos en favoritos. Aquí es donde viene lo peor del caso ya que esa lista es tan larga que la nueva ruta vuelve a disiparse y nunca más se supo. Haría falta otro prospecto donde te recordaran para qué vale cada página, cuándo conviene abrirla y sus posibles efectos adversos, si los hubiere.

Tengo que decir aquí que yo me pierdo tantas veces que preferiría decir que me dedico más bien a vagar. Sencillamente me gusta la sensación de ir sin rumbo, teniendo como único radar mi intuición para elegir en cada momento y a cada paso. A veces te sorprende que lo que encuentras a lo mejor ni siquiera lo has buscado y viene a darte justo la respuesta a alguna cuestión que te ronda la cabeza.

Si te paras a pensar, que hayas llegado hasta aquí en tu lectura es una decisión muy difícil para ti y a la vez algo muy halagador para quien escribe. Gracias. Una última cosa, cuando salgas ahora del blog, por favor, ¿te importaría dejar la puerta abierta para que puedas volver a entrar sin tener que llamar?

sábado, 11 de junio de 2011

Flash back

El sonido de la auténtica máquina de escribir me ha acompañado desde la infancia. Mi padre tenía un trabajo en el que la utilizaba a menudo y recuerdo como algo muy familiar que, de la parte de abajo de la casa, en forma de eco apagado y a la vez amplificado por el hueco de la escalera, viniera a formar parte de la atmósfera cotidiana el "tiquitac" de sus letras aderezado por los ¡cling! correspondientes de fin de renglón. Me doy cuenta de que, hasta que no pensé en escribir sobre ello, este recuerdo sonoro ha permanecido mudo en mi memoria. 

Me maravillaba ver la agilidad con la que se movían sus dedos por el teclado, con esa maestría que dan tantos años de oficio pero que, desde mis ojos de niña, siempre me parecía algo mágico, porque ¿cómo sabía qué tecla tocar? ¿en qué orden para que el abanico de hierros centrales, con sus letras mayúsculas y minúsculas en relieve a la manera del hemiciclo de una pequeña Real Academia Española, no se convirtiera en un amasijo inservible? Creo que nunca le he hablado a mi padre de esa envidia mía al verlo escribir sin dudar, con todos los dedos conjuntados tan armoniosamente. Lo que sí sé es que me ponía muchas veces a su lado para ser la primera en leer las palabras recién horneadas que, después de haber sido amasadas por aquel rodillo de goma oscura que él llamaba carro, salían a escena alegres, justo en el momento que les correspondía. Era asombroso que de repente la tinta negra se convirtiera en roja con un simple clic que hacía que la película fuera tecnicolor, perdón bicolor. Además, si quería hacer el duplicado de un documento, utilizaba un papel que te ponía los dedos perdidos si lo tocabas por el lado que a él no le venía bien y que, además, era la prueba irrefutable de que habías estado espiando en su despacho. 

Ahora, todas estas proezas han perdido parte de su brillo frente a las posibilidades que nos brinda cualquier programa de edición de textos.  Sin embargo, para mí, mi padre sigue siendo ese héroe capaz de escribir páginas enteras sin errores, ni tachones y sin típex, no porque él se negara a usarlo sino porque no existía ese líquido blanco que  purifica y todo ¿apaña o amaña?

Cuando estudiaba la carrera, me regaló una máquina de escribir de esas de hierro colado que pesaba lo suyo. Tenía su sitio en mi mesa de estudio no porque estuviera reservado para ella sino por no moverla. En contra de todo pronóstico, funcionaba perfectamente y, desde aquí, quiero aprovechar para pedir disculpas a mis vecinos que tuvieron que aguantar mis noches de prisas y de trabajos finales con tecleteos a deshoras. No comprendí que nunca se quejaran ni dieran escobazos en el techo como suele pasar en las películas.

Comentaba el otro día a un amigo que siento un verdadero placer mientras tecleo con el ordenador. Tal vez sea la secuela de tantas horas de exposición a esas máquinas de escribir de antes o a que tengo tan mala letra que me gusta ver lo ordenado que se queda todo, no sé. En cualquier caso, el sonido rítmico que se entrecorta cuando busco una idea o esa palabra precisa, entre todas las que luchan en mi cabeza por formar parte del texto o la ligera presión de mis dedos en cada tecla son ya, de por sí, una experiencia maravillosa.  Me parece que compongo una melodía que suena en este piano de cuerdas rotas que no es otro que mi ordenador para el que cualquier idea supone la partitura perfecta. Al teclear me oigo, me leo, me escribo, me creo (de los verbos creer y crear). ¡Cling!

martes, 7 de junio de 2011

Vidas en espejo

Microrrelato

Aprendemos imitando, copiando lo que los otros hacen, pero no amamos de la misma manera. La historia que os cuento en esta tarde lluviosa de junio es precisamente un reflejo de esta afirmación, mejor dicho negación.

No los conocí personalmente, pero las malas lenguas dicen que esta “desaventura” amorosa no podía acabar de otro modo. Para estos compañeros de trabajo en una oficina de tres al cuarto, saber que el otro había estado en el mismo sitio un poco antes, les hacía cerrar los ojos y buscar a ciegas los últimos retazos de su perfume, mientras que una sonrisa les adornaba el rostro. Aunque se hablaban poco y con frases entrecortadas, incomprensiblemente, querían a toda costa que sus conversaciones, llenas de silencios incómodos, fueran interminables.

Pero iré al grano.  Sin saberlo, empezaron el mismo día al unísono, después de haberse hecho con los datos necesarios, a imitar al otro para sentirse más cercanos. Si él sabía que ella iba tal día a unas clases de tenis, él buscaba un entrenador con el mismo horario. Que él leía el libro “Sin ti no sé vivir”, ella leía “Yo tampoco”. Intentando completar su tiempo con las actividades del otro, terminaron por dejar las propias de lado. Se confundía lo "suyo" con lo "suyo". De repente sus vidas eran tan similares que, si se les hubiera grabado con cámaras de manera simultánea, uno y otra eran otro y una.

Fueron perdiendo por el camino, sin darse cuenta, sus propios intereses, gustos e incluso necesidades. Su única meta diaria consistía en recabar la información deseada para poder seguir con su vida en espejo. Sorprendentemente, conforme avanzaba este juego, se iban quedando paralizados porque ninguno tomaba la decisión de hacer nada por sí mismo, ya que sus tardes sólo tenían sentido si se imitaban. Según un acuerdo tan tácito como otros muchos, tomar la iniciativa estaba prohibido. Se pasaban las horas imaginando qué estaría ocupando los pensamientos y las horas del otro. Y así, ingenuamente y sin saberlo, llegaron por casualidad a hacer siempre lo mismo: Pensar en el otro y estar anestesiados. Sus vidas se convirtieron en el reflejo estático de un espejo que, ni siquiera, les permitía tomar la decisión de proponer una cita o de hablar de los propios sentimientos. Entraron en uno de esos bucles infinitos que cada mañana los devolvía al mismo sitio, pero cada vez más frustrados y baqueteados por aquella marea estéril  por la que se dejaban mecer. Desde el otro lado del espejo, cuando uno decía AMOR el otro entendía ROMA.

sábado, 4 de junio de 2011

¿Café para todos?

Hoy me apetece contaros una anécdota que una compañera del curso al que he asistido esta semana quiso compartir con los que allí estábamos. Decía que un profesor de ciencias naturales, para explicar la lección dedicada a los peces, pidió a sus alumnos que trajeran una sardina al día siguiente al colegio. Una vez que hubo acabado con la práctica y, estando la clase a punto de terminar, le sorprendió que uno de los chicos preguntara: "Maestro, y ahora ¿qué hacemos con la sardina? ¿Nos la comemos?" En una respuesta automática, llena de perplejidad, el profe le contestó: "Pero vamos a ver Fulanito, ¿tú en casa te las comes crudas?" Y el chaval, con toda la sinceridad que supo darle a sus palabras dijo: "Claro que no, pero esto es la escuela..."

Sé que intentar darle más sentido con mis explicaciones a esta historia, ya de por sí tan evidente, puede llevarme a rizar el rizo y, tal vez, debería dejarlo aquí para que cada uno sacara sus propias deducciones. Pero lo siento, no me voy a callar. Yo, como profesora, me pregunto muchas veces si lo que estamos intentando enseñar a las futuras generaciones les servirá a “todos” en el futuro, si el sistema no está demasiado alejado de la realidad de los alumnos, si no damos demasiada importancia a los contenidos y a hacer las cosas como mandan los cánones educativos heredados. ¿No habrá llegado el momento de cambiar, de acercarnos a sus intereses, a sus necesidades, de prepararlos para la vida real? Haciendo un cálculo rápido, un adolescente, cuando acaba la ESO, lleva a sus espaldas unas 11.000 horas sentado en un aula (y digo espalda porque estaría feo hablar de otra parte del cuerpo), esto sin contar las dedicadas al estudio y los deberes en casa. El sistema atrapa el docente y a los niños y les pasa inevitablemente su rodillo sin tener en cuenta que no todos son iguales, que a algunos el rodillo simplemente les produce un ligero cosquilleo sin sacar lo mejor de ellos; a otros los aprisiona y los deja frustrados por no poder seguir el ritmo y a otros, a los que no quieren pasar por el aro, ni siquiera los roza porque lo que allí ocurre les es tan ajeno como lo sería una clase de Astrofísica para mí. 

El aula es un espacio, la mayoría de las veces, ficticio y artificial que no da al alumno las herramientas que le harán falta más tarde para gestionar su vida y ser feliz que es, a fin de cuentas, para lo que hemos venido aquí. Yo abogo por una preparación integral de personas que enseñe, eduque y potencie no sólo la inteligencia y los datos sino también todo aquello que nos hace seres irrepetibles con emociones, ilusiones, gustos...  Si "el café para todos" no convence ni nos deja a todos satisfechos, ¿por qué no ampliar la carta y mirar la educación con otros ojos?