sábado, 24 de septiembre de 2011

Peces de colores


Me muevo sobre una superficie líquida que permite a los demás y a mí misma deslizarse sobre ella o bien sumergirse. Hoy imaginaba que ésa era mi vida, el espejo de un lago, un mar tranquilo unas veces y revuelto otras. Esta imagen me ha venido a la mente cuando me despedía de alguien con quien había compartido una charla estupenda. En el momento del adiós me daba pena que se marchase de mi vida, aunque fuera por unas horas, días, semanas, no importa. Desde ese lugar imaginario en que yo estaba veía como un bonito pez de colores se zambullía en el agua a mis pies y desaparecía de mi vista. Mientras se alejaba, las ondas de su impacto en el agua me mecían y me recordaban que esa pezsona había estado a mi lado. 

Los encuentros, ya sean fortuitos o programados, siempre me han producido sorpresa y me han maravillado. Recuerdo que unos de mis sueños de niña era precisamente esto que cuento: remaba en una barca en mitad de un lago y del agua surgían peces voladores que me dejaban boquiabierta. Nunca sabía por dónde iban a irrumpir, pero eso era lo que realmente le daba su punto mágico e inquietante. Cada salto de uno de aquellos peces brillantes y luminosos me provocaba la misma admiración, una y otra vez. Lo cierto y verdad es que hasta bastantes años después nunca tuve la ocasión de ver algún salto aislado parecido en un pantano. Si voy más allá tengo que confesar que aún hoy no sé si esos peces existen o los creé tan sólo para mi sueño.

Es curioso que yo también me puedo sumergir cuando quiera y aparecer ante otra pezsona simplemente porque me apetece. Comparto entonces unos cuantos saltos con ella, creamos juntos nuestra propia estela única e irrepetible y, cuando queremos, nos separamos. Sinceramente no hacen falta astrolabios ni artilugios raros para orientarse en esta dimensión. A veces ocurre que precisamente los encuentros más bonitos son los que no se preparan, los que te hacen fluir en este líquido como una sirena.

Sé que no es real lo que me imagino, lo sé. Sé que los peces no vuelan, lo sé. Sin embargo no voy a dejar de soñar con ellos. ¿Nos vemos en tus sueños o en los míos?

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Huracán

Microrrelato


Aquellos días sus sentimientos fluctuaban del amor al odio en cuestión de segundos. Esa avalancha de sensaciones encontradas la tenían desbordada. Intentaba aprender sobre sí misma y, para ello, se paraba en cada una de las ocasiones en que se tiraba por el tobogán emocional a mirar lo que se producía en su cuerpo, en su mente, en su rostro,... Pero claro, como muchas veces cuando se está en el ojo del huracán, la calma chicha resultaba muy engañosa, impidiendo ver el camino ya recorrido y, lo que era aún peor, el que quedaba por explorar. Temía que sus efectos fueran ya devastadores y que lo que había destruido dejara una  huella demasiado profunda a su paso.

Por supuesto no tenía por qué hacer lo que todos esperaban que, por otra parte, sería lo más sencillo. Se trataba de decidir y actuar según sus propios deseos, sin intentar contentar a nadie más que a ella misma. En su cabeza las ideas daban vueltas como en un tiovivo. Pasaban y repasaban invariables, en una especie de bucle perfecto. Y cada vez que lo hacían conseguían irritarla aún más si cabe. ¿Dónde puñetas se para esto que yo me bajo? ¿Seré capaz de salir de esta espiral infinita? 

Se le hacía tan penoso como cuando una rueda patinaba en el barro.  Y ya se sabe, a más revoluciones, más hondo se hacía el agujero. La salida se convertía así en una hazaña imposible que simplemente conseguía remover una y otra vez el mismo lodo. En algunos casos había que llamar incluso a la grúa. Llegada a este punto de no retorno lo único que le funcionaba era tomar una decisión, la que fuera. De repente, justo en ese instante de clarividencia, el centrifugado mental se paraba en seco. Ya no importaba tanto que se escogiera lo más acertado. Aquélla se convertía sin duda alguna en "la decisión", la verdadera, y todas las demás posibilidades perdían consistencia, reducidas a meras cábalas sin sentido. Asombrosamente ya tenía fuerzas para sacar ella sola el coche del barro a empujones, para dar vueltas y más vueltas en el tiovivo sin marearse pero, sobre todo, para mirar con otros ojos al huracán que a su paso, de forma casi milagrosa, había colocado cada cosa en su sitio.