Aquellos días sus sentimientos fluctuaban del amor al odio en cuestión de segundos. Esa avalancha de sensaciones encontradas la tenían desbordada. Intentaba aprender sobre sí misma y, para ello, se paraba en cada una de las ocasiones en que se tiraba por el tobogán emocional a mirar lo que se producía en su cuerpo, en su mente, en su rostro,... Pero claro, como muchas veces cuando se está en el ojo del huracán, la calma chicha resultaba muy engañosa, impidiendo ver el camino ya recorrido y, lo que era aún peor, el que quedaba por explorar. Temía que sus efectos fueran ya devastadores y que lo que había destruido dejara una huella demasiado profunda a su paso.
Por supuesto no tenía por qué hacer lo que todos esperaban que, por otra parte, sería lo más sencillo. Se trataba de decidir y actuar según sus propios deseos, sin intentar contentar a nadie más que a ella misma. En su cabeza las ideas daban vueltas como en un tiovivo. Pasaban y repasaban invariables, en una especie de bucle perfecto. Y cada vez que lo hacían conseguían irritarla aún más si cabe. ¿Dónde puñetas se para esto que yo me bajo? ¿Seré capaz de salir de esta espiral infinita?
Se le hacía tan penoso como cuando una rueda patinaba en el barro. Y ya se sabe, a más revoluciones, más hondo se hacía el agujero. La salida se convertía así en una hazaña imposible que simplemente conseguía remover una y otra vez el mismo lodo. En algunos casos había que llamar incluso a la grúa. Llegada a este punto de no retorno lo único que le funcionaba era tomar una decisión, la que fuera. De repente, justo en ese instante de clarividencia, el centrifugado mental se paraba en seco. Ya no importaba tanto que se escogiera lo más acertado. Aquélla se convertía sin duda alguna en "la decisión", la verdadera, y todas las demás posibilidades perdían consistencia, reducidas a meras cábalas sin sentido. Asombrosamente ya tenía fuerzas para sacar ella sola el coche del barro a empujones, para dar vueltas y más vueltas en el tiovivo sin marearse pero, sobre todo, para mirar con otros ojos al huracán que a su paso, de forma casi milagrosa, había colocado cada cosa en su sitio.
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