jueves, 25 de agosto de 2011

Sin aire, sin agua

Abejaruco

Te habitúas pronto a los detalles de las personas que te rodean, al calor del hogar, al aroma de la cocina en invierno. Puedes llegar a inmunizarte ante ellos de tal manera que pasen totalmente desapercibidos y en ese instante pierden cualquier valor para ti. Es como si no existieran, como si tu sensibilidad estuviera entumecida y el hormigueo debilitara su influencia. Muchas veces es preciso hacer un esfuerzo para que las terminaciones nerviosas se mantengan vivas y receptivas. Por ejemplo, en el momento de recibir una caricia es recomendable tener todas las líneas abiertas, para conseguir que te recale más allá de la piel. La caricia  recobrará entonces todo su sentido: el que tú le das y además la intención del que te la brinda.

Hay que evitar hacer de la rutina, una rutina. Desde hace diez años vivo en la misma casa y todas las tardes de verano, a eso de las nueve, una bandada de abejarucos nos sobrevuela acompañada de sus gorjeos alegres, ahora ya inconfundibles para mí. Siempre me he negado a trivializar su visita y me sigo parando a observarlos como si fuera la primera vez, recreándome en su vuelo y en el plumaje colorido que les caracteriza. Es algo que me permite disfrutar más de las tardes estivales y que además me ha hecho escribir esta entrada.

A veces me pregunto si los peces sabrán que están rodeados de agua y que su vida depende de ella. No creo que sean conscientes de su propio medio natural porque no se detienen en su quehacer a ver cómo respiran o se mueven ¿en un líquido? y ni siquiera saben que se la pasan todo el tiempo mojados. En ellos eso es lo normal y no le dan la menor importancia. También nosotros somos a veces hombremujeres-pez. Y es que podemos pasar por la vida, mirando siempre al futuro o al pasado, sin reparar en los detalles y en busca de zonas de buceo mejor que las que tenemos al lado, sin necesidad de dar ni una sola brazada. Incluso es preciso que nos saquen la cabeza del agua de vez en cuando, como a los peces, para darnos cuenta de lo agradable que era nadar en esas aguas y volvernos locos por capuzarnos de nuevo. Pero afortunadamente, nosotros, los hombremujeres de a pie, tenemos la capacidad de pararnos a percibir la temperatura del aire, su paso hasta los pulmones e incluso, si nos apetece, podemos controlar la velocidad a la que respiramos mientras que saboreamos miles de aromas diferentes. Logramos así que cada momento sea una zambullida vivificante.

En la imaginación se puede nadar sin agua. En la realidad sólo existe algo peor que nadar en seco y es que al hacerlo no te permitas sentir el agua que te acuna.

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