sábado, 29 de septiembre de 2012

Son del mar

Foto de César Cerón

A principios de septiembre volví a participar en Enhebrados, un blog que sigue creciendo y cuya hebra llega cada vez más lejos. Mi enhorabuena desde aquí a César y Paco que tuvieron esta magnífica idea y que, con su dedicación, siguen haciéndola posible. Por supuesto, felicito también desde aquí a todos los que dejan su pequeño pespunte en este blog que se va cosiendo día a día. Tiene tanto magnetismo que estoy enganchada a él y es raro que no saque unos minutos para leer la entrada nueva de cada día.

Os pongo el primer párrafo para que ir haciendo boca: 

"Las reservas de calor para el verano se estaban agotando y en el poblado nos preparábamos para el cargamento de frío que se avecinaba. Los mayores habían trabajado duro guardando provisiones para el invierno. El mar era nuestro recurso natural y a él le dedicábamos las dulces noches del verano para sacar los víveres que luego salábamos al sol." (...) (Si te apetece leerlo, pincha aquí).

martes, 4 de septiembre de 2012

En Provenza


Recuerda la mañana sumida en un sueño pegajoso que le impedía reconocer sus ideas. Abrir los ojos era algo que ni se planteaba y prefería seguir rezongando en la cama, mascullando pensamientos inconexos para buscarles un sitio en el día que empezaba. La Provenza con su color lila le hacía soñar con vidas que no eran suyas pero que podía dirigir acurrucada en la cama.

Había llegado allí huyendo de sí misma y aún no quería reconocer que la distancia no podía separarla de su propio centro. Sola, buscaba la compañía de unos fantasmas que se empeñaban en hacerle daño y no quería sufrir. ¡Ya había estado bien, iba sobrada!

Este viaje fue iniciático para ella porque nunca había estado sola y no había aprendido a escucharse. Sumida siempre en el bullicio que provoca la gente que le rodeaba, llegó a pensar que los tiempos de soledad eran aburridos. Simples transiciones para llegar a un acto nuevo en una obra de teatro en la que ni siquiera era protagonista.

Esa mañana empezó a oír una voz que no sabía muy bien de dónde procedía. Era cálida y a la vez apagada como la de una niña que, después de intentarlo repetidas veces, sabe que no le van a hacer caso pero se guarda el derecho al pataleo. Le decía: “Escúchame y te escucharás, soy yo y soy tú”. “Los ansiolíticos” pensó y se dio la vuelta en la cama. A pesar de que su acción hacía tiempo que había pasado, sentía aún su efecto placebo. De todas formas sonrió al oír a alguien tan desvalido como ella. Si tenía una voz, no podía ser muy diferente de aquélla. Pero ella nunca se había parado a mirarse en el espejo y ver así lo que llevaba dentro, impreso en la mirada y en el corazón. De alguna manera sabía que esa voz había estado ahí desde siempre y ella la había acallado por miedo a no comprenderla o a que no le gustara lo que encontrara.

Pero esa mañana de primavera allí estaba acompañada de una sensación diferente que le hacía cosquillas en el estómago. Inexplicablemente se encontraba mejor. Era como uno de esos (re)encuentros fortuitos con alguien que te cae bien. En ellos muchas veces no sabes muy bien lo que decir pero luchas con todas las argucias posibles para que no acabe: balbuceas preguntas, cuentas anécdotas o planeas encuentros futuros...

¿Estás ahí, mi niña?” le dijo y la voz le contestó: “No puedo no estar. Mira a través de mis ojos y verás como yo, no como te han dicho que veas”.

Entonces abrió los ojos por fin y descubrió la luz del sol que entraba tímidamente en la habitación acompañada de la brisa de la campiña francesa, mezcla de lavanda y vida. Por primera vez después de muchos meses sonrió desde el corazón y se sintió un poco más fuerte y segura y dijo mientras se desperezaba: “Buenos días vida, buenos días yo”.