jueves, 26 de mayo de 2011

¿Me ves?

Microrrelato

Éramos tan jóvenes que ya casi no me alcanza a recordar los detalles que acompañaron aquel momento fugaz. Yo volvía del instituto embutida en mi talla 34 (talla que abandoné en una de esas operaciones bikini infructuosas y a la que nunca he podido volver entrar) y me dejé acompañar por un amigo de la panda. No había que ser muy astuto para darse cuenta de que, últimamente, me estaba empezando a hacer tilín, aunque me acercaría más a la realidad si dijera tolón. Me preguntaba si simplemente le caía bien o a él también le pasaba como a mí, que los recreos se me quedaban cortos, que allí donde se posaba su mirada se me quedaba marcada aquella sensación inolvidable durante algunos segundos, justo hasta después de soltar un suspiro y recuperar mi color natural. Algo en mí me decía, que "sí tonta que le molas" pero yo erre que erre con mi complejo de invisibilidad. Para aquéllos que no controlen este término inventado por mí, diré que se produce cuando un sujeto, en este caso sujeta, cree ser tan insignificante que imagina que pasa desapercibida para los demás y ha de ir continuamente presentándose de nuevo, porque no está segura de que la recuerden. Ignoro si este complejo aparece recogido en algún manual pero tampoco me importa pues, exista o no, yo era la más grande de las magas, una Copperfiled adolescente de primer orden. Pensar que un chico pudiera reparar en mí ya era mucho, pero que además le gustara, eso sobrepasaba toda la teoría de la invisibilidad que, hasta aquella época, mi vida había confirmado con rotundidad.

Llegando a casa, notaba que nuestra respiración se aceleraba, que el silencio estaba lleno de todo lo que no hacía falta decir, pero que él se empeñaba en ocupar con palabras, en representar el papel de "chico se declara a chica". Creo que para los dos era la primera vez y, claro, no podíamos echar mano de ninguna experiencia previa porque nuestro pasado inmediato desembocaba directamente en la infancia. Yo hacía como que buscaba las llaves para darle tiempo, mientras que él seguía tartamudeando algo así como: yoyoo, bubuueno..., una retahíla interminable. De repente, respondí a su no-pregunta: "Sí, claro que quiero salir contigo". Entonces, sin dar opción a nada más que a una gran sonrisa, salió corriendo y él también se hizo invisible en la noche.

jueves, 19 de mayo de 2011

Lila

Microrrelato

Quien me conoce personalmente sabe de sobra que tengo debilidad por el color lila. De repente, desde hace unos años, todo aquello que es de este tono me atrae y no lo puedo ni quiero evitar. Hoy, en primicia, os voy a contar el verdadero motivo que me hizo ser de la liga de las mujeres “lilas”. Sí, porque entre nosotras nos reconocemos y nos sale espontáneamente llamarnos así ya que hay un hilo invisible que nos une.

Todo sucedió una tarde de invierno en la cola de un cine de barrio, de ésos que ya no quedan. Sentí unos golpecitos en la mano derecha tan ligeros que, hasta que no se repitieron varias veces, no me hicieron reaccionar. Al principio, al mirar hacia abajo no había nada que los hubiera podido provocar, pero me llamó la atención un haz de luz lila que se proyectaba en el centro de mi mano. Era como esos puntos que lucen en la frente las gentes de la India. Resultaba curioso que, aunque movía la mano, el rayo permanecía en el mismo sitio, me perseguía. Pensé que se trataba de una broma, que alguien quería reírse a mi costa. Sacudí entonces infructuosamente la mano, como quien no quiere la cosa, para espantar aquel lunar violáceo, imborrable como un tatuaje. No sabía qué pensar ni qué hacer así que me puse los guantes para intentar romper el conjuro y que la luz no pudiera atravesar el tejido, aunque yo presentía que seguiría allí pues una sensación extraña me permitía localizarlo incluso a ciegas. 

Pasaban los días y yo escondía mi mano derecha de todas las miradas, algo que por cierto, al ser zurda, no me resultaba muy complicado. Su presencia era para mí un estigma al creer que me convertía en alguien diferente y raro. Pero, poco a poco, me acostumbré a mirarlo a escondidas porque poseía un magnetismo que lo hacía irresistible e incluso me gustaban las sensaciones que me transmitía. Cuando en una tarde de confidencias me atreví a mostrárselo a mi mejor amigo, me sorprendió que, en lugar de reírse o burlarse como yo esperaba, me dijera sonriendo: "Todos sabíamos de la existencia de esta luz lila pero, hasta ahora, tú eras la única incapaz de percibirla. Ha hecho siempre de ti un ser muy especial porque, aunque tú no la vieras, formaba parte de tu encanto personal". Mi luz era lila pero me han dicho que las hay de todos los colores, así que ya sabes, cuando descubras la tuya o si ya lo has hecho, no te avergüences y compártela con los demás.

domingo, 15 de mayo de 2011

Miles de miradas

Cuando conozco a alguien, una de las primeras cosas en que me fijo es en sus ojos, en su mirada. De hecho, si llevo puestas las gafas de sol, me las suelo quitar para mostrarme tal como soy, sin tapujos, procurando mirar al que me habla. Se puede decir algo con palabras y justo lo contrario con los ojos o incluso llegar a matizarlo. Aquí, la comunicación no verbal gana por goleada y descifrar este código paralelo tan potente puede llevar consigo muchos años de observación, de deducciones muchas veces erróneas.

Es impresionante lo que se puede sentir ante ellas: algunas matan, otras dan la vida, unas te queman mientras que otras te encienden. Me encantan aquéllas que, aun estando perdidas, buscan algo. He tenido la suerte de recibir incluso de esas miradas que condensan en ellas los otros cuatro sentidos porque son capaces de escuchar en silencio, acariciar, hacerme saber a manzana fresca y emanar el aroma más irresistible que haya percibido nunca. Gracias por ese escaso regalo tan valioso.

No somos conscientes del poder que tienen hasta que de repente un buen día, al notar la mirada de alguien, sientes que te besa desde la distancia, o que incluso eres capaz de hacerlo tú misma porque así te apetece. Pero, si algo me parece mágico es encontrarme cara a cara (ojo a ojo) con la de un niño. Entonces, inevitablemente, enmudezco y sonrío cuando reconozco en ella el origen de la vida y también su sentido. Es un momento tan intenso y sencillo a la vez que, como otras muchas cosas importantes, no se puede describir con palabras.

lunes, 2 de mayo de 2011

Sin red

Microrrelato 

Recuerdo el día en que me encontré por primera vez con la que más tarde sería "ella". Era una tarde gris y me atormentaba pensar que aquella cita a ciegas se aguara porque teníamos previsto tomar un café en una de las terrazas del centro. Todo lo que habíamos compartido hasta el momento se hallaba en la red y nuestras palabras virtuales podían recogerse en unos cuantos archivos de un CD. Describir mi estado de nervios los días previos hubiera sido una tarea fácil, pero intentar resumir los millones de pensamientos que se agolpaban en mi cabeza desde que aparqué el coche a unos cientos de metros de nuestro lugar de encuentro, hubiera sido un reto harto imposible. Preparé cada detalle. Pensé que todo saldría bien mil veces, aunque debo de reconocer que otras tantas creía que estaba como una cabra, que era absurdo haberme encaprichado de una foto y de unos pocos encuentros en la red que, eso sí, me habían calado y resonado profundamente. Hacía bastante tiempo que estaba solo y la idea de volver a empezar una historia me tenía dividido entre el dejarme llevar y el  ser tan frío como el hielo.  De lo que sí me daba cuenta era de que me sentía como un crío de 16 años, y os aseguro que no era esa mi edad en aquel  atardecer ni mucho menos (muchos más).

Todas las mariposas que se agitaban inquietas en mí se quedaron paralizadas en su vuelo aleatorio cuando la vieron aparecer entre la multitud. No sé si se ralentizaron ellas o simplemente mi mente me permitió, generosa, conservar ese recuerdo a cámara lenta para poder rememorarlo todo después más fácilmente. Bastó una sonrisa de reconocimiento mutuo para que todo cobrara sentido y no me importara lanzarme al vacío, esta vez sin red.