Cuando conozco a alguien, una de las primeras cosas en que me fijo es en sus ojos, en su mirada. De hecho, si llevo puestas las gafas de sol, me las suelo quitar para mostrarme tal como soy, sin tapujos, procurando mirar al que me habla. Se puede decir algo con palabras y justo lo contrario con los ojos o incluso llegar a matizarlo. Aquí, la comunicación no verbal gana por goleada y descifrar este código paralelo tan potente puede llevar consigo muchos años de observación, de deducciones muchas veces erróneas.
Es impresionante lo que se puede sentir ante ellas: algunas matan, otras dan la vida, unas te queman mientras que otras te encienden. Me encantan aquéllas que, aun estando perdidas, buscan algo. He tenido la suerte de recibir incluso de esas miradas que condensan en ellas los otros cuatro sentidos porque son capaces de escuchar en silencio, acariciar, hacerme saber a manzana fresca y emanar el aroma más irresistible que haya percibido nunca. Gracias por ese escaso regalo tan valioso.
No somos conscientes del poder que tienen hasta que de repente un buen día, al notar la mirada de alguien, sientes que te besa desde la distancia, o que incluso eres capaz de hacerlo tú misma porque así te apetece. Pero, si algo me parece mágico es encontrarme cara a cara (ojo a ojo) con la de un niño. Entonces, inevitablemente, enmudezco y sonrío cuando reconozco en ella el origen de la vida y también su sentido. Es un momento tan intenso y sencillo a la vez que, como otras muchas cosas importantes, no se puede describir con palabras.
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