domingo, 19 de febrero de 2012

El camino de Olaya

Microrrelato 

Primera y única foto del camino de Olaya

Olaya era una aldea alejada de casi todos los sitios o quizás no. Si mirabas en los mapas te dabas cuenta de que cada día aparecía y desaparecía en las regiones más distantes del país. No era algo habitual pero lo curioso es que tampoco llamaba demasiado la atención un fenómeno geográfico tan inexplicable. Quizás el hecho de que todos sus habitantes se encontraran afectados por la misma incapacidad hacía que el cambio de sitio fuera lo menos importante. 

Desde hacía varias generaciones los olayenses eran incapaces de abrir los ojos pues sus párpados carecían de movimiento. La ceguera colectiva no fue descubierta hasta hace unas décadas cuando un viajero que pasaba por allí, algo realmente extraordinario ya que nadie sabía dónde aparecería el pueblo al cabo de un rato, se dio cuenta de que todos se movían con total naturalidad a pesar de tener los ojos cerrados. Después de observar a un grupo de muchachos que jugaba al escondite en la plaza del pueblo a plena luz del día mientras se ocultaban en los sitios más visibles, comprendió que aquello no era precisamente un juego, y que estos chavales nunca habían visto lo que les rodeaba.

Cuando empezó a hablar con los habitantes descubrió que un buen día, según contaba la tradición, todos los niños nacían privados de músculos en los párpados y conforme llegaban las nuevas generaciones la epidemia se convirtió en pandemia y finalmente perdió su nombre porque dejó de ser un problema. Hacía tiempo que nadie hablaba de ceguera, de hecho en los diccionarios no existía esa palabra ni ninguna otra de su misma familia y tampoco sus contrarios.

En la escuela se hablaba con total naturalidad de los 4 sentidos: oído, gusto, olfato y tacto. Habían adaptado todo de tal manera que podían hacerlo todo como si tal cosa. Por ejemplo, escribían marcando signos desconocidos para nosotros en unas tablillas que tenían en su base una sustancia que se podía alisar para luego poder escribir de nuevo en ellas.  

Llamaba la atención la manera de vestir porque hacía ya tiempo que nadie se preocupaba por el color de la ropa que llevaba puesta. Casi todos vestían una especie de sayo que les cubría del cuello a los pies y que carecía de detalles que fueran más allá de agujeros para meter la cabeza y los brazos. En él los adornos brillaban por su ausencia si bien, en el mejor de los casos, aparecía algún que otro bolsillo. En verano la indumentaria era la mínima esencia pues el pudor era también un término y una costumbre olvidados.
 
Nuestro viajero estuvo meses intentando que aprendieran a abrir los párpados, primero en la total oscuridad para que la luz no les hiciera daño en los ojos y luego en presencia de pequeños focos de luz, pero no tuvo éxito. Y como no se atrevía a abandonar el pueblo para pedir ayuda porque no sabría nunca cómo regresar se negaba a dejar a aquellas personas a la deriva. 

Contaban algunos vecinos que nunca habían visto (en sentido metafórico) a ningún otro viajero por aquellas tierras en toda su vida y que por supuesto nadie se había ido de allí por miedo a perderse en un paisaje desconocido. Incluso los más intrépidos "Juan Salvador Gaviota" de la localidad no se atrevían a llevar sus pasos más allá de la orilla del río. Para ellos era muy complicado dejar la familiaridad de sus calles con su olor y las estatuas características en cada esquina.

Lo que más destacaba nuestro viajero a su regreso era que los vecinos de Olaya no echaban de menos lo que no habían conocido y se mostraban tan felices o más que cualquiera de nosotros porque en su vida no ver era ver. Olaya es un Macondo perdido en el espacio y en el tiempo donde puede que llegue alguien o no en cualquier momento o nunca.
 
Nota: Este microrrelato surgió de una conversación que mantuve hace unos días con mi hijo. De repente me preguntó directamente qué pasaría si no pudiéramos abrir los ojos lo que me hizo plantearme la situación que relato. Muchas gracias.

Renota: No sé cómo, este cuento estuvo publicado unas horas y al día siguiente desapareció del blog. Al comentarlo en casa mi hijo se dio cuenta de que un hecho así sólo podía pasar en Olaya. Por fin lo recuperé partiendo de un primer borrador y de lo que recordaba. Es una nueva versión pero como casi nadie conoció la primera, nos quedaremos con ella como si fuera la buena. Espero que no vuelva a pasar lo mismo pero, si así fuera, lo buscaré de nuevo en Olaya.

Foto: Almudena-' photostream "Camino a ninguna parte II (Pérdida de Trazado)" http://www.flickr.com/photos/aballesters/273018016/ CC BY-NC-SA

domingo, 12 de febrero de 2012

Ventanilla


Cuando viajas, el recorrido puede ser una tortura. Recuerdo que ayer había una chica que se pasó las cuatro horas hasta Madrid como el burro de Sherk:"¿Falta mucho? ¡Me a-burro!" Algo normal en su caso porque de tal animal tal sensación, y por supuesto no me refiero a la chica. "Chist, chist, oye que no era un burro, que era un asno. Gracias por la aclaración, pero con lo mono que ha quedado no lo voy a cambiar ahora".

No, en serio. Escucharla supuso para mí una revelación y le agradezco que me enseñara que el camino no es un paréntesis en la vida sino que, afortunadamente, forma parte de ella. Cuando te la pasas achuchando a las horas para que corran, te conviertes en alguien que se pierde las transiciones y para colmo las vive mal. Lo único que cuenta entonces es el objetivo de manera que quitas todas las hojas de la lechuga de golpe para llegar al cogollo o te quedas sólo con el final de una película. Es una opción cada vez más de moda, o no, no lo sé. Cuando llegas al sitio o a la situación casi nunca se corresponde con tus expectativas y la decepción continúa. 

Para mí ayer el viaje resultó especialmente bello. Me dediqué a mirar por la ventanilla con ojos creativos o simplemente nuevos. Dejé que lo que pasaba, perdón, la que pasaba era yo, me sorprendiera. Llegó un momento en el que no sabía si las palabras designaban a las cosas que iban apareciendo o si las cosas existían sin más, sin que fuera necesario etiquetarlas para que yo las comprendiera. Fue una experiencia natural. 

En el recorrido vi animales: un perro tipo san bernardo que ladraba hacia el tren pero a la vez corría en dirección contraria en un acto de bravuconería; una bandada de pájaros lilas al fondo del paisaje y, aunque no eran de ese color, no hice el esfuerzo de volver a pintarlos para quedarme con la estampa que me había venido a mi imaginación; una liebre perdida en un huerto de limoneros; unas aves acuáticas dejándose llevar por la corriente de un río.  La secuencia de imágenes que rodaba era de cine mudo y los negativos tenían el tamaño del cristal de mi ventanilla. ¡Yo, si ruedo, lo hago a lo grande! De vez en cuando cerraba los ojos un rato o simplemente atravesaba un túnel y, de repente, el escenario cambiaba radicalmente. El río era una montaña, o el bosque un pantano. A veces las extensiones de agua se convertían en mantos de tierra infinitos o en arrozales listos para ser plantados. Seguro que nadie ha vivido el viaje como yo entre todos los pasajeros de ese tren ni de todos los trenes que recorren esta vía cada día. Pero lo mejor es que para mí tampoco volverá a ser nunca igual y de mí dependerá cómo recorrerlo. Gracias, compañera de vagón anónima.

 Imagen de Sinusiridium "/train view #2/" http://www.flickr.com/photos/sinus_iridium/4659616001/in/photostream/ // CC BY

jueves, 9 de febrero de 2012

Xiao

Microrrelato


Desde que yo recuerdo Xiao ha estado en mi vida. Éramos vecinas y, aunque nos separaban dos años, jugábamos sin parar día tras día. La foto que aquí os muestro no sé si es real o es simplemente un recuerdo difuso que guardo en mi mente pero que refleja muy bien lo que había entre nosotras. 

Ella me llamaba "mèi mei" (hermana) y mucha gente así lo creía porque decían que incluso nos parecíamos. Xiao siempre quiso ser mayor que yo y, en los primeros años, me preguntaba casi a diario: "¿Y hoy, cuántos años tienes hoy?" supongo que con la esperanza de poder adelantarme en cualquier momento. Al principio le explicaba que el tiempo pasaba igual para las dos y que ella no podía correr más que yo porque nuestras vidas se movían en paralelo. Pero, como en su cabecita no cabía el tiempo, siguió años y años con la misma cantinela. Esta pregunta sigue siendo una broma privada entre nosotras que nos hace reír cada vez que nos volvemos a ver. Si os soy sincera, ahora, no me importaría decirle que esta vez ha corrido más y por fin me ha adelantado.

Lo que me gustaba de Xiao era su capacidad de ver la belleza. Era tan optimista que chocaba verla reírse cuando, en pleno invierno, se movía como si nada con sus pequeños pies mojados y unos coloretes rojos como manzanas. Me hacía preguntas que yo no llegaba a responder y, aunque llevo dándoles vueltas desde entonces, no sería capaz de hacerlo todavía. Mientras jugábamos al go y, siempre mientras yo pensaba mi siguiente jugada, ella soltaba de repente: ¿Mèi mei, a que todos nos estamos muriendo poco a poco? Yo, la miraba fijamente y sabía que ante esa mente tan despierta tenía perdida la partida.

El paso del tiempo hizo lo que tan bien se le da, nos separó. Nuestra calle no ha vuelto a ser la misma desde que ella ya no vive aquí. La acera en la que nos sentábamos siempre parece incompleta, tan oscura y vacía hasta en los bulliciosos sábados de mercado. Cuando podemos nos llamamos y, en algunas ocasiones se deja ver por esta aldea que no pilla de paso a ningún sitio. Mèi mei, ¿me acompañarás alguna vez a la ciudad? Yo la miro y lo único que se me ocurre como respuesta es: ¡Sólo cuando seas mayor que yo, Xiao!


NOTA: Normalmente escribo un relato y luego busco la imagen que lo ilustre. En esta ocasión ha sido al revés: la foto me dio ganas de escribir sobre ella. La idea de fijarme en dos niñas chinas me apetecía un montón, y así sin más acababa de encontrar el tema de mi próxima entrada al blog.

Cuando esta mañana he buscado el nombre de las protagonistas, de repente me ha venido a la cabeza la palabra Xiao tal como veis en el relato. Hasta ahí todo normal, pero, conforme la escribía, se me ha ocurrido meter ese nombre en "el rectángulo que todo lo sabe", Google, y me he llevado la siguiente sorpresa: Un/a xiao es una "Flauta vertical de bambú". Ya me ha dejado alucinada que tuviera significado, pero lo que más me ha encantado ha sido la coincidencia entre el nombre del blog, la palabra elegida al azar y el material del que estaba hecho el instrumento. ¡Después de todo sé más chino de lo que creía! 

Imagen de Spaceabstract "Times are changing fast my friend" http-//www.flickr.com/photos/spaceabstract/6752189209/in/photostream/lightbox/ CC BY

miércoles, 8 de febrero de 2012

Otra manera de publicar

A veces la vida te da regalos y no es ni siquiera el día de tu cumpleaños. Yo cuento con dos amigos con los que comparto despacho en el trabajo y que son para mí un regalo cada día. Compartimos inquietudes, risas, complicidades... Para colmo son unos tipos con mucha creatividad: Antonio Aguilar es, además de otro montón de cosas, poeta y César Cerón es fotógrafo con una gran sensibilidad en todo lo que hace. Os dejo el enlace de su blog y su página web respectivamente para que disfrutéis un rato cuando os apetezca.

Bueno pues, estos dos amigos se quieren lanzar a la aventura de publicar un trabajo conjunto en el que no se sabe si se leen las fotos o se miran los poemas. Para ello han optado por una nueva forma de patrocinio en el que cualquiera puede ser su mecenas. Aquí os dejo una presentación de este proyecto por si os animáis a ser unos Médici del siglo XXI.


jueves, 2 de febrero de 2012

Despierta

 Microrrelato


Son cosas que pasan, paciencia, me decían para consolarme. Yo asentía como una niña buena pero no estaba en absoluto de acuerdo porque lo que me había ocurrido a mí no le pasaba a todo el mundo. La llegada de mi hijo pequeño con esos problemas tan serios no me dejaba dormir, ni serenarme y menos aún lo iban a hacer unas frases estereotipadas cualesquiera. Me di cuenta de que no sabían lo que decirme y, en lugar del silencio, preferían darme una palmadita en la espalda para calmar sus conciencias. Seguro que vernos por la calle paseando a Julián levantaba muchos comentarios de este tipo y yo pasé, sin darme cuenta, de la rabia ante cualquier comentario a una sonrisa amorosa que me demostraba a mí misma que ya lo había asumido.

Los días pasaban y la situación crítica se convirtió en lo habitual, en una nueva forma de vida: mi vida. Mi relación de pareja se fortaleció al regarla con tantas lágrimas y pasamos de ser amantes a enfermeros 24 horas, en un turno que no tenía nunca relevo mental aunque durmiera. Cuando lograba que los suspiros después del llanto me dejaran pronunciar alguna palabra, entonces éstas, replegadas por el aluvión de pensamientos negativos, se callaban para no decir lo que sentía. No servía de nada remar contracorriente para escapar, ni esconder la cabeza como una avestruz. Había llegado el momento de mirar hacia delante y ver la realidad sin esos típicos filtros rosados que tanto engañaban desde pequeño.

Al principio, imaginaba que estaba en un sueño y me pellizcaba para salir de la pesadilla de una vez por todas. Ahora que estoy al lado de mi niño mientras escribo estos pensamientos sé que, cuando abra los ojos y me sonría, entonces y sólo entonces, estaré realmente despierta.

Imagen: Happy Pills-Despierta de Alejandro Arango http://www.flickr.com/photos/alejoarango/255383832/in/photostream/ // CC BY-NC