El sonido de la auténtica máquina de escribir me ha acompañado desde la infancia. Mi padre tenía un trabajo en el que la utilizaba a menudo y recuerdo como algo muy familiar que, de la parte de abajo de la casa, en forma de eco apagado y a la vez amplificado por el hueco de la escalera, viniera a formar parte de la atmósfera cotidiana el "tiquitac" de sus letras aderezado por los ¡cling! correspondientes de fin de renglón. Me doy cuenta de que, hasta que no pensé en escribir sobre ello, este recuerdo sonoro ha permanecido mudo en mi memoria.
Me maravillaba ver la agilidad con la que se movían sus dedos por el teclado, con esa maestría que dan tantos años de oficio pero que, desde mis ojos de niña, siempre me parecía algo mágico, porque ¿cómo sabía qué tecla tocar? ¿en qué orden para que el abanico de hierros centrales, con sus letras mayúsculas y minúsculas en relieve a la manera del hemiciclo de una pequeña Real Academia Española, no se convirtiera en un amasijo inservible? Creo que nunca le he hablado a mi padre de esa envidia mía al verlo escribir sin dudar, con todos los dedos conjuntados tan armoniosamente. Lo que sí sé es que me ponía muchas veces a su lado para ser la primera en leer las palabras recién horneadas que, después de haber sido amasadas por aquel rodillo de goma oscura que él llamaba carro, salían a escena alegres, justo en el momento que les correspondía. Era asombroso que de repente la tinta negra se convirtiera en roja con un simple clic que hacía que la película fuera tecnicolor, perdón bicolor. Además, si quería hacer el duplicado de un documento, utilizaba un papel que te ponía los dedos perdidos si lo tocabas por el lado que a él no le venía bien y que, además, era la prueba irrefutable de que habías estado espiando en su despacho.
Ahora, todas estas proezas han perdido parte de su brillo frente a las posibilidades que nos brinda cualquier programa de edición de textos. Sin embargo, para mí, mi padre sigue siendo ese héroe capaz de escribir páginas enteras sin errores, ni tachones y sin típex, no porque él se negara a usarlo sino porque no existía ese líquido blanco que purifica y todo ¿apaña o amaña?
Cuando estudiaba la carrera, me regaló una máquina de escribir de esas de hierro colado que pesaba lo suyo. Tenía su sitio en mi mesa de estudio no porque estuviera reservado para ella sino por no moverla. En contra de todo pronóstico, funcionaba perfectamente y, desde aquí, quiero aprovechar para pedir disculpas a mis vecinos que tuvieron que aguantar mis noches de prisas y de trabajos finales con tecleteos a deshoras. No comprendí que nunca se quejaran ni dieran escobazos en el techo como suele pasar en las películas.
Comentaba el otro día a un amigo que siento un verdadero placer mientras tecleo con el ordenador. Tal vez sea la secuela de tantas horas de exposición a esas máquinas de escribir de antes o a que tengo tan mala letra que me gusta ver lo ordenado que se queda todo, no sé. En cualquier caso, el sonido rítmico que se entrecorta cuando busco una idea o esa palabra precisa, entre todas las que luchan en mi cabeza por formar parte del texto o la ligera presión de mis dedos en cada tecla son ya, de por sí, una experiencia maravillosa. Me parece que compongo una melodía que suena en este piano de cuerdas rotas que no es otro que mi ordenador para el que cualquier idea supone la partitura perfecta. Al teclear me oigo, me leo, me escribo, me creo (de los verbos creer y crear). ¡Cling!
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