Las
olas de los recuerdos seguían llegando a esta orilla y se repetían
en su oído como los ecos de las caracolas, idénticos cada vez
aunque parezcan diferentes. Siempre enclavada allí, con las mismas
olas y caracolas, como en un bucle infinito. En la otra orilla, al
otro lado del estrecho, se veían luces de colores que marcaban, con
sus estelas en el agua, el camino. Unas brazadas y llegaría a
tocarlas. Los miedos también sabía que estaban a este lado y
buscaba la manera de deshacerse de ellos antes de emprender la
travesía. Quería partir ligera de equipaje, lo indispensable para
ser ella misma. El lastre le estaba haciendo sentirse tan pesada que
no creía que pudiera flotar. Empezó entonces a llorar todo lo que
le había hecho daño, a mirar de frente a sus miedos, a romper las
amarras que la frenaban a cada intento de volar,… nadie nos enseña
a hacerlo y cuesta el doble estando sola. Son necesarios muchos
capuzones para conseguir mantenerse a flote, pensaba. A veces, le
fallaban las fuerzas, otras las ganas e incluso ambas. Y había
ocasiones en las que no llegaba a imaginar que existiese la otra
orilla ya que ni siquiera la percibía en las noches de luna llena.
Era como una especie de ceguera selectiva que ella misma elegía para
no salir de la zona de ¿confort? porque no quería saber nada más.
Cada mañana se decía: puedeserhoy, pero de repente ya era ayer y no
podía coger aquel barco. Se dormía con el firme propósito de
cambiar al amanecer, de salir de la ¿cómoda? crisálida que la
encorsetaba y le daba una forma prediseñada. Se daba cuenta entonces
de que muchos de sus amigos ya estaban allí mostrándole el camino
con señales de humo y bengalas, y que había otros que nadaban o
hacían el muerto entre ambos lados porque les faltaban fuerzas.
Mientras, otros tantos ni se plantean si sabían nadar. Pero ella lo
tenía claro, sabía que no quería quedarse allí ya desde niña.
Aunque
le llevó décadas, una mañana de primavera, con el viento a favor,
metió los pies en el agua, y un leve escalofrío le recorrió la
espalda. Iba desnuda y parecía una sirena porque resplandecía.
Suspiró y se sumergió mientras sonreía. De repente las olas iban
en sentido contrario y la acercaban a la otra orilla, las caracolas
entonaban sus canciones favoritas, esas que si las unes dan como
resultado tú misma. No había miedos en el agua y se sentía más
limpia a cada brazada. La llegada fue como pasar al otro lado del
espejo, donde ya nada era un reflejo, sino la imagen primera sin
luces artificiales ni filtros. Todo tan sencillamente real, tan realmente sencillo. La vida misma...
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