sábado, 10 de diciembre de 2016

La otra orilla



Las olas de los recuerdos seguían llegando a esta orilla y se repetían en su oído como los ecos de las caracolas, idénticos cada vez aunque parezcan diferentes. Siempre enclavada allí, con las mismas olas y caracolas, como en un bucle infinito. En la otra orilla, al otro lado del estrecho, se veían luces de colores que marcaban, con sus estelas en el agua, el camino. Unas brazadas y llegaría a tocarlas. Los miedos también sabía que estaban a este lado y buscaba la manera de deshacerse de ellos antes de emprender la travesía. Quería partir ligera de equipaje, lo indispensable para ser ella misma. El lastre le estaba haciendo sentirse tan pesada que no creía que pudiera flotar. Empezó entonces a llorar todo lo que le había hecho daño, a mirar de frente a sus miedos, a romper las amarras que la frenaban a cada intento de volar,… nadie nos enseña a hacerlo y cuesta el doble estando sola. Son necesarios muchos capuzones para conseguir mantenerse a flote, pensaba. A veces, le fallaban las fuerzas, otras las ganas e incluso ambas. Y había ocasiones en las que no llegaba a imaginar que existiese la otra orilla ya que ni siquiera la percibía en las noches de luna llena. Era como una especie de ceguera selectiva que ella misma elegía para no salir de la zona de ¿confort? porque no quería saber nada más. Cada mañana se decía: puedeserhoy, pero de repente ya era ayer y no podía coger aquel barco. Se dormía con el firme propósito de cambiar al amanecer, de salir de la ¿cómoda? crisálida que la encorsetaba y le daba una forma prediseñada. Se daba cuenta entonces de que muchos de sus amigos ya estaban allí mostrándole el camino con señales de humo y bengalas, y que había otros que nadaban o hacían el muerto entre ambos lados porque les faltaban fuerzas. Mientras, otros tantos ni se plantean si sabían nadar. Pero ella lo tenía claro, sabía que no quería quedarse allí ya desde niña. 

Aunque le llevó décadas, una mañana de primavera, con el viento a favor, metió los pies en el agua, y un leve escalofrío le recorrió la espalda. Iba desnuda y parecía una sirena porque resplandecía. Suspiró y se sumergió mientras sonreía. De repente las olas iban en sentido contrario y la acercaban a la otra orilla, las caracolas entonaban sus canciones favoritas, esas que si las unes dan como resultado tú misma. No había miedos en el agua y se sentía más limpia a cada brazada. La llegada fue como pasar al otro lado del espejo, donde ya nada era un reflejo, sino la imagen primera sin luces artificiales ni filtros. Todo tan sencillamente real, tan realmente sencillo. La vida misma...




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