Microrrelato
De repente la casa se llenó de pañales, de chupetes, de noches sin dormir. Esos dos niños gemelos lo coparon todo y a todos: padres, abuelos, titos.
Los primeros días sus padres fueron muy cautelosos con las pulseras que los diferenciaban, con poner a cada uno en su cuna a cada lado de la cama, pero las noches en blanco y el cansancio enturbiaron las ideas. Poco a poco las reglas se relajaron y, aunque nadie se atrevía a decirlo, llegada la navidad, no se sabía a ciencia cierta quién era quién. En los bebés todo era igual y ni el mismísimo instinto maternal en persona hubiera sido capaz de encontrar algún detalle, alguna señal que marcara la diferencia. Así las cosas y en una época en que la prueba de ADN ni siquiera llegaba a ser ciencia-ficción, nuestros protagonistas empezaron a confundirse entre ellos. Tan pronto los llamaban de un modo como de otro y, para más inri, sus padres se empeñaban en vestirlos del mismo modo, en que les gustara e hicieran lo mismo. No hubo nadie con la suficiente claridad de ideas que tomara las riendas y acabara con este embrollo tragicómico de una vez por todas. Las consecuencias de esta indecisión fueron devastadoras. Llegó un momento en que los niños perdieron su identidad e incluso llamaban al otro con su propio nombre. Al no saber si estaban en lo cierto se miraban perplejos y reían desconsoladamente. Era como si en realidad se tratara de un solo niño con un nombre compuesto, pues ambos respondían insdistintamente a cualquiera de ellos. En el colegio daba igual que los pusieran en clases separadas porque los profesores, incapaces de distinguirlos, nunca estaban seguros de tener delante al que venía en la lista de principio de curso con su foto en blanco y negro y todo.
Los años pasaron y, si queréis que os sea sincero, a estas alturas de mi vida, aún no estoy seguro de ser el gemelo que creo que soy o simplemente el que me han dicho que sea. ¿No os pasa eso a todos un poco de vez en cuando?
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