Después de un día sin hablar me apetece escribir. A veces estoy tan
hacia afuera que me cuesta mirar lo que pasa dentro. En esos días tan
sólo doy pequeñas pinceladas y remozo los desconchados más evidentes
como un chapuzas en uno de sus mantente-mientras-cobro y a correr. No
quiero ver que a veces los cimientos no son tan sólidos como se podría
esperar, que hay pequeñas grietas que duelen y que calmo con bálsamos
reparadores que difícilmente cicatrizan. Allí, de obras y sin casco,
intento levantar tabiques de colores que separen los estados de ánimo
más variados: azul, el sosiego; verde, la esperanza; naranja, la rabia;
lila, la nostalgia...
Me encuentro a veces con muros infranqueables que me impiden ver al otro lado y no tengo escalera para asomarme. Me construyo entonces una escala con lo que pillo: recuerdos trenzados, soga de emociones, hilos de sueños y así, poco a poco, llego arriba y descubro otro estadio de mí misma que nunca me había planteado. Son esos pequeños retos los que me mantienen con la paleta en la mano dispuesta a ponerme a la obra en cualquier momento. Pero no siempre hay que reparar, a veces basta con derribar para acceder a un recibidor donde descubro muchas puertas que puedo permitirme abrir despacio, a mi ritmo. Incluso puedo negarme a abrirlas y tampoco pasaría nada. Yo decido.
La llave de todo este entramado no tiene copia posible y no se puede acceder a él de cualquier modo. Digamos que es un laberinto que se va construyendo a la vez que se va recorriendo. ¿La salida? Si la hubiera descubierto ya, no estaría ahora mismo escribiendo esto.
Redondo ... como un ladrillo ;-)
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