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Los
recuerdos se perdían en su memoria e, incapaz de recuperarlos,
olvidaba que ya no existían. Volver
a ser alguien sin saber quién habías sido, resultaba tan agotador como
infructuoso y prefería dejarse hacer.
No
reconocía su propia casa que cada mañana era una diferente, como un
laberinto sin minotauro. Tampoco aquella mujer, que lo saludaba con
tanto cariño al despertar, tenía rostro para él y pensó que podía
ser alguien completamente nuevo que venía y fingía que lo conocía.
Un
buen día empezó a tener miedo de perderse y regresó a casa no sabe
cómo. No sabía si iba o venía y, sin saber qué dirección tomar,
pidió ayuda. La ciudad se desdibujó, luego el barrio, el
apartamento, el salón y, al final incluso su sillón le era ajeno. Su
cuerpo ya no existía tampoco porque aquellas manos no eran suyas. Las miraba extasiado mientras se movían a un ritmo
lento frente a él. Los espejos dejaron de existir y, después de la
ducha, veía como aquella mujer sin rostro reconocible peinaba a un
hombre que lo miraba con ojos de indiferencia.
Los
días empezaron a mezclarse con las noches en una danza aleatoria.
Dejó de sentir hambre o sueño. Tampoco su mirada le servía para
nada porque estaba perdido en un maremágnum de objetos, sombras,
voces que se le mezclaban en todos sus sentidos. Y como no podía
nombrar nada, callaba a gritos, como los bebés cuando llegan al
mundo.
Mi pequeño homenaje a aquellas personas que, como el protagonista de este microrrelato, se desdibujan sin querer.
Foto de BdB: Las manos de mis padres.
Foto de BdB: Las manos de mis padres.
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